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EL JESUITA ADRIANO DE LAS CORTES Y LA CULTURA CHINA

Beatriz Moncó *

"Prisioneiros."CORTES, Adriano de las, Viaje de la China, ed., introd. y notas de Beatriz Monc'o Rebollo, Marid, Alianza,1991(Alianza Universidad, ciencias Sociales,672), p.114.
"Mandarim e seu séquito." CORTES, Adriano de las, Viaje de la China, ed., introd. y notas de Beatriz Moncó Rebollo, Madrid, Alianza, 1991 (Alianza Universidad, Ciencias Sociales, 672), p. 145.

ElPadre Adriano de las Cortes, nacido en Tauste (Zaragoza) en 1.578, llegó a las Islas Filipinas con veintisiete años y a los treinta y cinco era superior de la residencia de Tinagón. En 1.625 sus superiores le eligen para tratar un negocio importante con las autoridades de Macao.

Este hecho no es sorprendente si recordamos la importancia que, desde 1.557, Macao tenía para los europeos y en particular para españoles y portugueses. Evidentemente la colonia era la entrada a China y también un lugar de encuentro de diversas culturas y modos de vida. La Compañía de Jesús, por ejemplo, habitaba la "casa de San Martín" desde 1.578 y a su puerto había llegado, en 1.582, Matteo Ricci dispuesto a evangelizar a todo el Imperio. Hay que tener en cuenta también que Macaorepresentaba un cierto peligro para el gobierno chino. Realmente su puerto era un punto de comunicación, por lo menos comercial, con el resto del mundo; pero igualmente constituía el lugar por donde podían entrar nuevas doctrinas y distintos pensamientos, usos y costumbres. No es pues extraño que a los recelos comerciales se uniesen otro tipo de problemas como los que el Padre Adriano comenta en su relación.

Obedeciendo órdenes el jesuita se hace a la mar en la galeota Nuestra Señora de Guía que parte del puerto de Manila, rumbo a Macao, el 25 de enero de 1.625. La embarcación, con dieciséis o veinte remos y dos palos, era suficientemente grande como para dar alojamiento a noventa y siete personas de diferentes nacionalidades: portugueses, españoles, Índios, japoneses y algún "moro"; entre ellos viajan cuatro religiosos, dos de ellos de la Compañía. En el barco se transportaban diversas mercancías y unos cien mil pesos de plata en barras, propiedad de algunos mercaderes de Manila y Macao.

En condiciones normales el viaje no superaba los ocho días, pero desde el principio las condiciones climáticas son desfavorables. Avanzando penosamente, e incluso a veces retrocediendo, los viajeros alcanzan la provincia de Ilocos para traspasar el cabo Bojeador y poder virar a poniente. Puesto que la navegación era bojeada, la galeota debía primero ir al norte, hacia las Batanes y las Babuyanes, para aproximarse al sur de Formosa (Taiwan) y aproando hacia el oeste y costeando, llegar a Macao.

El 16 de febrero, tras veintidós días de navegación, el viento y las olas dificultan la marcha mientras que la oscuridad impide al piloto, en medio de la tormenta, maniobrar el timón. Dos horas antes del amanecer la galeota choca contra las costas de China.

Según los resultados de mi investigación sobre el manuscrito del Padre Adriano,1 los naúfragos caen en la provincia de Kwantung, cerca de Ch'ao-chou-fu (Chauchufu para el jesuita); aunque él simplemente dice que la galeota toca tierra a sesenta leguas de Macao, en una playa que dista legua y media de un lugar que denomina Panchiuso.2

De este modo fortuito el P. de las Cortes cae en poder de los chinos, quienes le mantendran en cautiverio hasta que en Macao se consigue su liberación; un año y casi cuatro meses después de su naufragio. Tres años más tarde, el 6 de mayo de 1.629, el P. Adriano fallecía en Manila. Allí redactaría completamente el "viaje de la China" y contrataría a un dibujante para que realizase las ilustraciones del texto. El conjunto3 son trescientos cuarenta y ocho folios manuscritos que se dividen en dos partes bajo los títulos: "Primera parte de la relación que escribe el P. Adriano de las Cortes de la Compañía de Jesús del viaje, naufragio e captiverio, que con otras personas padeció en Chauceo, Reino de la Gran China, con lo demás que vio en lo que della anduvo" y "Segunda parte de la relación, en la cual se ponen en pinturas y en plantas las cosas más notables que se han dicho en la primera parte, citándose a los capítulos della y añadiendo algunos nuevos puntos y declaraciones sobre cada una de las pinturas".

La primera parte consta de doscientos setenta y ocho folios (hasta el 139 vuelto) y la segunda comienza en el ciento cuarenta y dos, ya que el P. Adriano utiliza cuatro folios para realizar un índice de la primera parte. Finalmente, añade unos folios para hablar "De la luz del Sto. Evangelio y Cristiandad que hay en la Gran China". Estas hojas parecen una inclusión de última hora, quizá sugerida por sus superiores. En el folio ciento setenta y cuatro, y de un modo un tanto abrupto, termina el manuscrito.

Podríamos decir, por tanto, que la historia del P. Adriano se resume en la primera parte. En ella relata su viaje y los acontecimientos más importantes, así como aquellos datos que vividos personalmente, o incluso oídos, constituyen su visión de China. En los treinta y dos capítulos en los que divide su obra, se mezclan hechos de su experiencia con descripciones de la cultura china, llegando, incluso, a prevalecer estos últimos en el conjunto de la obra.

Los primeros capítulos están dedicados a relatar el naufragio de la galeota y la consiguiente captura por parte de los chinos. En estos folios iniciales se observa cómo los sentimientos hacia ellos son totalmente negativos y, por tanto, también lo son sus primeras impresiones sobre China. Realmente, no es para menos: al dolor de la pérdida de quince personas en el mar se unen el robo de todas sus pertenencias (incluso los vestidos) y el observar cómo en poco tiempo unos trescientos chinos, armados con lanzas, catanas y flechas, les hieren con arcabuces y piedras, todo ello — dice el Padre — "sin haber adelantádonos en ofenderles en cosa alguna". La situación de los cautivos se agrava por momentos. A cinco personas les cortan la cabeza, al jesuita japonés compañero del Padre Adriano (Miguel Matzuda) le hieren con un arcabuz e incluso al capitán del barco, Benito Barbosa, le cortan un pedazo de oreja. Son tantos los golpes y los malos tratos que el P. Adriano simplemente escribe: "Dejo pescozones y muestras de querérsela cortar (la cabeza) a Salvador Carvallo y bofetadas a otros portugueses honrados y otras cosas semejantes de harta lástima" (F-7vto.).

Sin embargo al millar de chinos que ya hay concentrados en la playa no les da pena alguna la situación de los prisioneros. Muy al contrario, rodean sus gargantas con cuerdas, a modo de correa, y tiran de ellos por todo el camino, torturándoles con golpes y malos tratos. A la carrera llegan a Chingaiso, una villa "de buena apariencia y bien murada", en la que se congregan muchos vecinos a fin de observar a los cautivos. Después de golpes y empujones el P. Adriano consigue llegar a la casa de su guardián, dotide recibe algo de ropa y su primera comida. Precisamente es en este momento cuando el jesuita experimenta el choque y la diferencia cultural; es ahora, también, cuando descubre nuevos usos (por ejemplo el té) que serán tan de su interés alo largo del cautiverio. Escribe "Siguióse a comida, y fuera dicha siquiera fuese pan y agua; fue una tacilla de arroz muy mal cocida y de vianda sirvió una rebanada de un rábano conservado en salmuera; pedí agua por serias.., y después de un largo rato traenmela caliente, al fuego, como ellosla beben. Yo perecía de sed y como no la bebí pensaron que no pedía agua, sino otra cosa.., volví a pedir agua fria... Tornan a traerme agua caliente, cocida con la yerba dicha..." (F-10).

Los primeros momentos en Chingaiso son terribles. El Padre teme por su vida y las de sus compañeros dado que los malos tratos continúan: "me preguntó uno de nuestros portugueses adonde lo llevaban y la respuesta fue darle dos bofetadas, una en cada carrillo, que le hicieron reventar por la boca sangre" (F-11vto.). Sin embargo el P. Adriano, aun contando tales extremos, parece justo al relatar, también, cómo algunos chinos tienen muestras de cierta consideración con los prisioneros. "Un buen chino", como él lo denomina, le proporciona unas alpargatas, un sombrero y un sayuelo con el que cubrirse. Otro chino, guardián del P. Matzuda, les permite reunirse y los jesuitas aprovechan para confesarse y rezar juntos, hecho — dice el P. Adriano — que les ofrece mucho consuelo.

Los interrogatorios comienzan ya en Chingaiso y los prisioneros tienen ocasión de observar el funcionamiento del aparato burocrático chino. Son preguntados por su procedencia, "sobre dineros, joyas y mercadurías que llevábamos" (F-14) y sobre las armas que dotaban al navío. Al sacerdote le resulta curioso el no encontrar aquí algún chino que hubiese estado en Manila y lo explica anotando que no están en el reino de Chincheo sino en "tierras y pueblos de chinos.., muy bárbaros". Posteriormente el P. Adriano constataría su equivocación. En Chingaiso sí había chinos que conocían Manila y Macao, simplemente — les dicen — no se han dado a conocer por temor a las iras del mandarín.

Durante este tiempo los prisioneros despiertan mucha curiosidad y los habitantes de Chingaiso no paran de entrar y salir de las casas en las que están los cautivos; algunos incluso aprovechan para intentar tocarles los cabellos, manos o pies. El jesuita comenta, con cierta ironía, que los negros causaban verdadera sensación a los chinos, quienes "no acababan de admirarse cómo lavándose, no se volviesen más blancos" (F-15). Hombres, mujeres y niños del pueblo, mandarines y gente principal, se asombran del físico, el modo de comer (con los dedos), de su gusto por el agua fría o de los enjuagues de boca de los prisioneros.

El P. Adriano, en contrapartida, inicia la descripción de la cultura china con algo, también, que le causa asombro: la variedad de sombreros que se utilizan en China y su funcionalidad para distinguir ofícios y status. Posteriormente se referirá al vestido de las mujeres porque, indica, el de los hombres es muy conocido en Manila.

El 21 de febrero, después de una nueva entrevista con el mandarín de Chingaiso, reparten a los cautivos en grupos y quedan bajo la custodia de unos soldados que llevan unas "banderillas" en las que se explica que los prisioneros eran "ladrones corsarios" que habían atacado a los nativos. En el grupo que recorre las calles de Chingaiso sobresalían las cabezas que habían sido cortadas (ya son nueve) y cerraba la marcha un mastín que viajaba en la galeota y que sirve al Padre para explicar que los chinos comen carne de perros, a quienes prefieren matar a palos para que sean "más gustosos, tiernos y provechosos".

Este va a ser un rasgo específico en el relato. Con una rigurosidad muy especial, el P. de las Cortes aprovechará su propio discurso y situación para explicar, al hilo de la narración, algún rasgo de la cultura china que marque diferencias con las que él conoce.

La procesión de cautivos inicia su viaje caminando de un pueblo a otro. En la tercera parada conocen a dos grandes mandarines; uno de ellos — dice el Padre — "era el cuarto de la sala o audiencia y Reino de Chauchiufu, el cual en nuestra lengua castellana llamamos Chauceo" y el otro "era el segundo del Reino, por ser Maestre de Campo o General de la gente de guerra" (F-22). Lo que parece claro es que el caso de los prisioneros interesa a las más altas esferas. Ambos funcionarios interrogan a los cautivos valiéndose, por primera vez, de un intérprete que había sido zapatero en Manila y que actualmente era capitán del ejército.

Al día siguiente y tras nuevos interrogatorios, los prisioneros llegan a una gran ciudad que el Padre denomina Toyo y que describe con un muro cercado de un foso con agua en la que navegan numerosas embarcaciones y balsas de cañas. Es precisamente al describirla cuando el Padre Adriano comienza a dejar a un lado sus valores en aras de una cierta objetividad. Toyo, realmente, le deja tan fascinado que anota: "Tenía dentro de los muros una alta y hermosísima torre cual ninguna de los templos de Manila se pudiera comparar con ella" (F-23vto.). Vemos, por tanto, que el jesuita va concediendo cierto valor a lo chino al tiempo que compara con aquello que conoce y que considera suyo. Además, Toyo le sirve cono excusa para reflexionar sobre un hecho que desde su llegada a China le está sorprendiendo: su elevado número de habitantes. Rápidamente el jesuita expone lo que, a su parecer, da lugar a tanta fertilidad: "es a causa el permitírseles que tengan tantas mujeres o concubinas cuantas cada uno puede sustentar y quiere, y no teniendo hijos de la primera (la cual ora los tenga, ora no, siempre sin repudio la conservan y sustentan) toman otra segunda, para cuyo repudio les es suficiente causa el no tener hijos della, y assí toman otra tercera y cuarta hasta tener hijos". No obstante, advierte, el matrimonio polígamo no está al alcance de cualquiera y algunos pobres "cargados ya de algunos dellos y de pobreza, se dice que por no criarlos, arrojan muchos, en acabándolos de parir, a los rios, aunque sanos y buenos, públicamente sin ningún género de temor y recato, particularmente si son hembras..." aunque, añade, "aun de la gente honrada y de algún caudal se dice lo mismo cuando temen que teniendo muchos hijos que sustentar vendrían a mucha pobreza, a verse obligados a venderlos a otros por esclavos". Fiel adernás a constatar su experiencia concluye: "No dexa (deja) de ver (haber) dello algún rastro viendo algunas criaturas por los rios sobreaguadas que sin duda dello debía ser causa ya dicha." (F-24 y 24vto.).

En Toyo los cautivos son interrogados de nuevo y el sacerdote observa de cerca la etiqueta que conlleva el sistema de mandarines. De hecho, el séquito que le precede, sus ceremonias, las banderas, la música, los parasoles y los colores le admiran tanto que al mandarín y su acompañamiento dedica nada menos que cuatro ilustraciones en la segunda parte del texto.

Como he dicho antes la ciudad de Toyo marca un hito en la experiencia china del Padre. La grandiosidad de la ciudad, su modo de escribir, las contínuas comparaciones y, sobre todo, el hecho de que los mandarines les "regalasen" con comidas más apetecibles, le hace escribir: "en este día y audiencia comenzamos a perder los miedos de acelerada muerte y (a) concebir algunas esperanzas de vida por la humanidad que los mandarines nos mostraron, y también nos comenzaron a parecer bien las ciudades de la China" (F-27vto.). En pocas palabras el Padre muestra cómo se construye gran parte de nuestra realidad a través de a idea y la experiencia.

Mas si esta ciudad es importante para la transformación del P. Adriano, la de Chauchiufu es, sin duda, una experiencia irnpactante, un deleite para sus ojos. En Toyo cornparaba con Filipinas; ahora, sin embargo, es la misma España la que le sirve como medida de cornparación. Anota: "cercanas a ella estaban dos herrnosísimas torres de piedra y ladrillo que en arquitectura y hermosura pudieran competir con la Torre Nueva de Zaragoza de España y con el Micalet de Valencia" (F-28vto.). Lo más curioso es que las torres a las que se refiere son tumbas de mandarines. Más adelante (y de nuevo hago hincapié en la comparación) comenta sobre los puentes que cruzan el río Han Jiang: "Mucho nos admiró tan extraña grandeza de piedras, y no 'menos su solidez y lindo grano, cual desde Barcelona a Sevilla y desta a México y Philippinas ni en edificios, ni en pedreras, yo no he visto" (F-28vto.).

"Soldados e armas." CORTES, Adriano de las, Viaje de la China, ed., introd. y notas de Beatriz Moncó Rebollo, Madrid, Alianza, 1991 (Alianza Universidad, Ciencias Sociales, 672), p. 210.

Apreciamos, por tanto, que la visión del Padre se matiza, primero, y se transforma después para crear otra realidad, una nueva imagen de China, que ahora es distinta a la que tenía inicial-mente. De este modo, el río, los puentes, las piedras, las calles, los edifícios, las tiendas, las lagunas, el centro urbano, los arrabales y más por menudo las pastelerías, los bodegones, las frutas, las carnes y los cientos de mercancías que se exponen conforman un espectáculo casi mágico para el Padre. Esta variedad tan exquisita y distintiva empuja su pluma para, lleno de admiración, escribir sobre la calle principal: "lo que mas la hermosa y le da lustre que debe tener calle alguna de Indias y de toda España son 26 portadas... (y) todas las grandes y lindísimas piedras y columnas della curiosamente labradas, y todo con maravillosa arquitectura y traza. En fin, piezas todas que causaban la mayor hermosura que yo jamás en calle alguna había visto, ni la había en toda Europa y que cada una dellas pudiera honrar a una ciudad de España..." (F-29).

Finaliza el mes de febrero de 1.625 y los interrogatorios en Chauchiufu continúan ante cinco mandarines que incluso toman declaración al de Chingaiso, de menor rango. Las acusaciones de éste son terribles. Los cautivos, dice, eran "ladrones piratas" que habían formado un grupo "para robar y hacer mal" y que viéndose en China habían matado a sus gentes y escondido la plata que llevaban. El dato curioso lo aporta el P. Adriano al decir que el mandarín ha declarado "que dos o tres de los nuestros, por ser muy blancos y barbirrubios eran holandeses, los cuales son sus enemigos" (F-31). Como advertí al principio el P. Adriano y sus compañeros se encuentran dentro de un contexto que va más allá de sus propias personas y acciones.

A las mentiras del mandarín de Chingaiso se une otro grave problema que no acaba de solucionarse: la dificultad del idioma. A lo largo del manuscrito el P. Adriano se refiere a esta cuestión una y otra vez. Las diferentes lenguas y los distintos intérpretes e interpretaciones levantan unas barreras que impiden el entendimiento y la solución del conflicto. Los mandarines de Chauchiufu, conscientes de tan grave problema, aprietan con sus preguntas y cambian una vez y otra de intérpretes hasta que, finalmente, encuentran un chino que había residido en Macao y hablaba portugués.

Este hecho va a ser clave para los cautivos. Los portugueses Antonio Viegas, Manuel Pérez4 y Francisco de Castel Blanco, vecinos y residentes habituales de Macao, serán la salvación de los prisioneros. Los mandarines, advierten, pedirán informes de ellos y su verdad y fama será compartida por todos. Ante tal situación el grupo de portugueses se hace fuerte en la audiencia. Juan Rodriguez, adelantándose, asegura por su vida que ha dado al mandarín de Chingaiso nueve sortijas cuyo valor asciende a trescientos pesos. El mandarín "visorey" cree al declarante y arremete contra el de Chingaiso, lo que provoca que a los cautivos se les tenga en cuenta y sus guardianes se relajen en la custodia e incluso les obsequien topa y alimentos.

De estas audiencias de Chauchiufu surge un principio de solución. El visorey tendrá una reunión con el de Cantón para tratar de estos cautivos. Mientras se soluciona el caso, los prisioneros serán repartidos por varios pueblos y seles permitirá escribir a Cantón y a Macao. El azar, de nuevo, jugó una buena baza en este caso. El portugués Francisco de Castel Blanco escribirá a Macao una carta que deberá llevar, en secreto, un chino que le es de confianza. Puesto que las misivas que habían dado a los mandarines nunca llegarían a su destino, tal y como escribe el P. Adriano, la carta de este portugués "es lo que nos tiene hoy a todos con vida".

Es también en Chauchiufu donde el P. de las Cortes tiene ocasiones de conocer a los bonzos budistas e incluso de comer con ellos. Es de suponer que el Padre Adriano tenía un conocimiento anterior de esta religión; baste recordar aqui los principios de Ricci y sus acompañantes por tierras chinas. Sin embargo ahora escribe de primera mano y muy habilmente deja a un lado su ideología más profunda para concentrarse en aquello que, de nuevo, puede ser más diferente a simple vista. Así su aspecto exterior, los colores de sus trajes, las medias y zapatos, los sombreros, los rezos e instrumentos, los pagodes y templos, y hasta sus limosnas y penitencias, son objetos de interés para el Padre. Es obvio resaltar cómo este tema interesa sobremanera al jesuita quien, como era habitual en la orden, hace un esfuerzo de interpretación sincrética y trata de "traducir" algunos de los aspectos de este mundo religioso. Por ejemplo, escribe de un pagode como se asemeja "a un San Miguel nuestro" o anota de otro que "parecía un retrato de Nuestra Señora con el niño en los brazos" (F-42vto.). Sin embargo su naturaleza religiosa le obliga a poner las cosas en su sitio y a dejar muy claro como "es muy diferente nuestra Cristiandad" y por tanto sus ritos son curiosos, algunos hasta risibles (los modos de pedir limosna, por ejemplo), pero siempre erróneos.

El 3 de marzo el P. Adriano y trece cautivos más parten para Panchiuso. En la ruta el jesuita observa infinidad de campos de trigo, cebada y arroz a la vez que le asombra la escasez de caballos. Llegados a Panchiuso "una villa de ocho o diez mil vecinos" se presentan ante el mandarín y presencian un hecho que causa verdadera conmoción al Padre. Involuntariamente un chino estropea una puerta y el mandarín ordena, de inmediato, que le azoten con una caña. Este instrumento de castigo, al que el Padre denomina "ablandadora de voluntades y rematadora de pleitos", era muy común en China aunque esta es la primera vez que el sacerdote puede verla en acción. Esta costumbre, como ya he dicho, le impresiona tanto que la observa con todo detenimiento. El modo de sujetar al reo. la ropa y conducta del verdugo, la naturaleza de la caña, el modo de sacudir los golpes y las transformaciones que pueden sufrir según los posibles cohechos al verdugo, el lugar preciso en el que hay que descargar los golpes y las heridas que causan, son descritos de un modo tan minucioso como lo son los detalles que el P. refleja en los correspondientes dibujos. Al hilo de esta explicación añade una descripción sobre los diferentes modos de tortura y castigo así como otras penalidades que pueden sufrirse en las cárceles chinas.

En la ciudad seis de los cautivos se alojan en un pagode, lo que permite al Padre observar lo que denomina "supersticiones" de los chinos. Si ya al hablar de los bonzos se apreciaba un cierto tono escéptico, en este caso concreto el jesuita aprovecha para adoctrinar a los creyentes en la perseveración de la fe. Para ello, sirve su propio ejemplo. Así, relata cómo aun pasando verdaderas penalidades rechaza la comida y el vino que le ofrecen en nombre de un pagode. Además, el cristiano que es no puede sino sacarles de su error: "A mi me convidaron algunas veces que tomase de aquellos huevos y de lo demás y bebiese de aquel vino, pero no queriéndolo comer les dixe (dije) que ni a ellos, ni (a mí) hacer aquellas ceremonias, ni comer de lo allí ofrecido, nos era lícito y señalándoles el cielo les dixe que a solo Dios del cielo debíamos adorar, y volviendo a señalar sus pagodes (les dice) que a aquellos de ninguna suerte" (F-50).

Realmente Panchiuso no es un buen lugar para el Padre. Las penalidades se multiplican: mucho frio, muy poca comida e incluso algunas enfermedades que se agravan y terminan en muerte. Tantas desgracias deprimen el ánimo de los cautivos y no es raro que el P. Adriano apunte en un capítulo lo que él considera "miserias" de los chinos. Sin embargo, fiel a su carácter, describe tanto lo malo (miseria y pobreza en el comer y el vestir habitual) como lo bueno en un excelente contrapunto. Así, no escatima elogios para las comidas a las que le invita "un chino principal" al que — dice — causa lástima, o para las que realiza en un colegio agasajado por el director. Como remate añade otras informaciones a las que tiene acceso con posterioridad a su liberación, aunque suceden en el mismo momento que su cautiverio, y que se refieren a un banquete en el que agasajaban en Sciauquin a "doce fidalgos de Macán".

Al respecto es interesante anotar cómo gracias a la naturaleza, elaboración, condimentación y presentación de los alimentos, el P. Adriano ofrece al lector no sólo información sobre la variedad y riqueza dietética china sino un verdadero análisis de las diferentes clases sociales.

"Condenados ao tronco."

CORTES, Adriano de las, Viaje de la China, ed., introd. y notas de Beatriz Moncó Rebollo, Madrid, Alianza, 1991 (Alianza Universidad, Ciencias Sociales, 672), p. 180.

Otro hecho que despierta la curiosidad del español es la proliferación de tigres en la zona que habita y el peligro que ello supone. Es además curiosa su reseña al respecto. Según el Padre, los tigres se contentan con degollar y chupar la sangre de sus víctimas. Un capítulo entero (el XIII) y la consignación en gráfico ponen de relieve el impacto que los felinos causaron en los cautivos; no en vano durante su presencia en Panchiuso, nueve chinos murieron en sus garras.

Probablemente su condición de cautivo sea la razón que le lleve a dedicar varios folios a los soldados chinos y quizás, también, sea motivo suficiente para explicar el modo en que el Padre se expresa en este aspecto. Por otra parte, llama la atención el comprobar cómo analiza a los soldados desde una perspectiva totalmente profesional, más propia de un soldado que de un hombre de Dios. Adelanto, también, que las opiniones que tiene sobre este tema no concuerdan con la de aquellos que parecerían más enterados o, por lo menos, más experimentados enla milicia5 aparte de que sus datos adolecen de un cierto desconocimiento sobre lo que significaba "lo militar" para el conjunto de la cultura china. Escribe el P. Adriano: "sus escaramuzas y ensayos más nos parecieron a los perdidos para reir que para bien pelear.. van haciendo mil jerigonzas con todo el cuerpo.. son poco diestros.. por más que se exerciten (ejerciten) tienen poco o nada de soldados y casi ninguna arte de milicia... Tienen mil barbaridades, corren ya para acá, ya para acullá, asiéntanse en el suelo, levántanse...". Y por si esto no fuera suficiente, termina diciendo: "Para entretenimiento y risa solíamos ir a verlos. Ceso en esta materia pues solamente pudiera añadir en ella cosas ridículas" (F-65).

Realmente esta actitud es extraña en el jesuita e incluso, me atrevería a decir, bastante discordante con el empeño y esmero que a la hora de la representación gráfica, observamos en los detalles. Los dibujos nos muestran a los soldados con diferentes tocados y sus atractivos uniformes, las rodelas, catanas, alfanjes, picas, arcabuces, arcos y flechas. Asímismo los distintos estandartes y banderas junto a una buena exposición de instrumentos de metal y percusión y artísticas mazas, lanzas y albardas. Como dije anteriormente el P. Adriano no respeta a la milicia china y para ello parece causa suficiente el saber que jerárquicamente se someten al castigo de la caña. Así, repite, "gobierna facilísimamente su Rey a los chinos y sus reinos con sólo la raja de una caña".

En Panchiuso los cautivos están menos vigilados y aprovechan la relativa movilidad para observar el método escolar de China. El P. de las Cortes se admira y constata la cantidad de escuelas que existen en China, tantas, escribe, que "no habrá aldehuela de veinte o cuarenta casas que no tenga su escuela, ni de población (o) calle que en ella no se hallen algunas escuelas". Rápidamente deduce que esto es causa de la "multiplicidad de muchachos y el no tener a cargo un maestro más de 12 o 15 muchachos en su escuela, con los cuales y sobre ellos solos está todo el día" (F-68). Al igual que ocurría con ocasión de las comidas, este hecho le sirve para informar sobre el sistema de exámenes que la organización del mandarinato presuponía y para aludir a los conocimientos de las diversas clases sociales con un dato que marcaba una diferencia total con el caso español: "es raro el muchacho, aunque sea tristísimo y muy rústico y bajo chino, que por lo menos no aprenda a leer y escribir sus letras, como lo es raro entre los grandes de cualquier calidad que sean el que no sepa leer y escribir" (F-67).

Es interesante, en esta faceta, resaltar cómo la curiosidad por lo diferente suele ser un camino de dos vías. El interes del sacerdote español se ve, así, compensado por el de los chinos quienes "moríanse por vemos escribir a nosotros y sacarnos de nuestra letra algún papelillo para guardarlo y mostrarlo a los de los otros pueblos que no nos vieron" (F-67).

En realidad el interés curioso por lo distinto es el motor de esta relación. El P. Adriano desmenuza las diferentes facetas de la vida china para ofrecer al lector un panorama completo, tal y como prometió en el título. Movido por tanto por cumplir su fin, dice, dedica seis capítulos a lo que podríamos denominar "cultura económica" china. Estos apartados son, sin embargo, muy diversos. Tres de ellos se centran en las producciones ganaderas, pesqueras y agrícolas mientras que los otros tres tienen como centro la productividad minera y siderúrgica y, por tanto, el sistema económico chino.

Los primeros están dedicados a las carnes y a los pescados de China. A la abundancia de cerdos, gallos, gallinas, ánades, patos, gansos, tórtolas y perdices pero también a los animales que son dañinos como los ratone y las culebras. A pesar de esta abundancia — advierte el Padre — los chinos superan tanta riqueza, de ahí "que si dello no comieran con la parsimonia dicha y quisieran imitarnos en el comer viandas a los europeos, que toda la fertilidad de su China ni con mucho les bastara con ser sus reinos en extremo fértiles" (F-75). Los chinos, sin embargo, comen más pescado que carne. Tras esta conclusión, el P. Adriano pormenoriza el modo de criar peces y cuidar las lagunas que sirven de piscifactorias. Los otros dos capítulos restantes los dedica a las frutas, hortalizas y cereales que se producen en tierras chinas.

El otro conjunto comienza con un capítulo (el XIX) que dedica a las "mercadurías" y a la producción metalúrgica. Este es un tema que el P. Adriano conoce y que a los portugueses de Macao les toca muy de cerca. Comenta el Padre cómo las mercancías de China salen para Japón e India por dos vías. La primera gracias a los mercaderes portugueses que las compran en Cantón y la segunda mediante los chinos chincheos y el puerto de Amoy. El reino de Chincheo, dice el Padre, pertenece a la província de "Oquiem marítimo" y es el más cercano a las Filipinas. Es de Chincheo de donde parten todos los chinos que comercian, de ahí que en Macao y las Islas Filipinas se denomine a los mercaderes chinos "chinos chincheos" y por ello, corrompiendo y abreviando los términos, "tomamos los europeos el nombre que les damos de chinos y a su tierra de China" (F-80).

"Transporte de pessoas."

CORTES, Adriano de las, Viaje de la China, ed., introd. y notas de Beatriz Moncó Rebollo, Madrid, Alianza,1991 (Alianza Universidad, Ciencias Sociales, 672), p. 174.

Estos chinos de Chincheo, dice el jesuita, tienen oro, perlas, rubíes y mucho almizcle. A símismo, transportan gran cantidad de sedas y todo tipo de tejidos, azúcar de gran calidad, conservas frutales y medicinas entre las que destacan "la purga de China" y el "palo de China" (que el Padre llega aprobar) y el ruibarbo. Destacael sacerdote la calidad y variedad de las tintas y que "tienen la mejor porcelana, y toda finísima que hay en el mundo". Se admira y comenta también su buena artesanía de madera y metal para cuyo ejemplo reseña un caso realmente asombroso. Cuenta el Padre que "una persona de consideración" que residía en Manila, sufrió una grave enfermedad por cuya causa perdió la nariz. Un artesano chino le "hizo unas narices postizas, harto a la natural por su buena hechura y estar bien encarnadas; encaxó (encajó) luego en ellas unos anteojos con sus fiadores para las orejas, y remedióle con esto mucho la fealdad que antes tenía" (F-84). Pero la historia no finaliza aquí. El cliente, satisfecho con la obra, pagó al chino un buen número de pesos. El artesano volvió a su tierra y, tiempo después, regreso a Manila con centenares de narices postizas "como si hubieran de tener salidas tantas (narices) por haberlo tenido unas solas y hubiera de topar con mil desnarigados". El relato es tan sorprendente que por primera y única vez el Padre debe añadir: "la historia fue cierta".

Cierta o no lo que es real es que le sirve como excusa para hablar de un tema que le tortura:la codicia de los chinos, quienes "por el interés jamás perdonan la vida". Lógicamente el P. Adriano podría servirse de su ejemplo, pero muy habilmente se sitúa en terreno come-rcial y advierte cómo de tan exajerados codiciosos pueden hablar en Manila o los portugueses de Cantón que deben soportar "mil vejaciones y tiranías que es lástima ver lo que pasa en una feria" (F-84vto.). A partir de aquí el Padre pormenoriza cómo son apresados los mercaderes macaenses y se les obliga a pagar grandes cantidades de dinero para permitirles el retorno a su tierra.

No contentos con eso, a todo aquel portugués que capturan fuera de Macao le acusan de robar y comprar niños o de "otras cosas que en China están prohibidas "para meterlo en una cárcel y pedir mucho dinero por su liberación. Todo esto le lleva a reseñar las posibilidades de riqueza de los chinos que, a su decir, tampoco son muchas. Es curioso, sin embargo, que el Padre anote el cuidado con el que los chinos reciclan mercancías ya utilizadas. Guardan los pelos del peine y los de sus cerdos para hacer pinceles; los huesos de sus animales fertilizan los campos, de la ropa usada hacen unas tiras retorcidas con las que tejen mantas y un oficio muy solicitado es el de barrer las tiendas a fin de obtener algún polvillo de plata que se haya podido quedar en las hendiduras del suelo.

El sacerdote es consciente de que en este aspecto la jerarquía social es importante. De ahí que en el capítulo siguiente se apresure a indicar las variaciones que en su "caudal" tienen los mercaderes, mandarines y el que denomina "Rey de la China". Este último, nos dice, es muy rico a pesar de los muchos gastos que tiene con la familia, las concubinas y los eunucos; un tema éste que perturba un poco al P. Adriano.

Después de comentar muy ligeramente sobre el gobierno chino, el jesuita dedica unos folios a lo que llama "natural, facciones e inclinaciones de los chinos". Los describe como fornidos y altos, blancos, alegres y de buen parecer; sus ojos —nos dice — son negros, ovalados y pequeños mientras que sus narices son cortas y chatas. Muy risueñamente el jeuita advierte que cuando los chinos desean describir a un hombre feo "lo pintan con narices cuales las nuestras". A él mismo le llama la atención su poco pelo e inclusive el que los chinos se depilen el cuerpo "sin dexar un pelito". Esta falta le sirve para comparar y añadir "nunca es (la barba) tan espesa como la nuestra... y es muy estimada entre ellos una buena barba... (lo que) ayuda... para darles ser mandarín" (F-96vto.).

Después del aspecto físico el jesuita describe el moral; y en este sentido su mala experiencia de cautivo vuelve a impulsar sus palabras: "son de poco corazón.. sin ningún género de verguenza, dados a carnalidades y a las muy contrarias a la naturaleza.. y al latrocínio. Son sutilísimos, astutos, engañadores, sin amistad (ni) fidelidad, ni compasión a extranjeros... codiciosísimos...". El Padre sabe, sin embargo, que este último rasgo es muy ambiguo; por ello se apresura a indicar que es esta misma codicia y su "mucho ingenio" la que "los hace habilísimos para con facilidad aprender cuantos oficios mecánicos hay, sin que hallen en el más vil dellos deshonra como hallen mayor ganancia" (F-98).

Reconociendo igualmente que están dotados para las artes, el P. Adriano da un giro en su relato e introduce, de nuevo, su experiencia personal, no sin antes explicar que su pormenorización anterior se debe a su deseo de "descubrir lo que con tanto cuidado los chinos de sus reinos encubren".

Los prisioneros no conocen los detalles de su causa puesto que los mandarines guardan total secreto de ella. Entre los meses de abril y junio los mandarines de Chauchiufu realizan varios viajes a Cantón con el fin de tratar sobre el caso de los cautivos. Doce de ellos parten a la ciudad de Quimir a una jornada de Chauchiufu. Allí vuelven a declarar junto al mandarín y los soldados que les prendieron en Chingaiso. A pesar del secreto de su causa comienzan a llegar cartas procedentes de Cantón junto a varios vestidos y treinta y cuatro pesos que algunos mercaderes portugueses que estaban en la ciudad habían dado como limosna. Las noticias son alarmantes, puesto que indican la tensión que existe en Macao, cercada y a punto de lucha, con el gobierno chino y lo perjudicial que puede resultar para su asunto. De hecho las noticias vuelan y los soldados aprietan la guardia a los cautivos.

En julio y agosto el Padre recibe nuevas cartas de Cantón y Macao. Gracias a ellas sabemos que portugueses y españoles hacen todo lo posible por recuperar a los prisioneros. El mayor impedimento para su liberación lo constituye la plata del navó, puesto que los mandarines se niegan a devolverla. Aun así los doce prisioneros de Quimir son puestos en libertad.

Otra carta del P. Simón de Acuña, escrita en Cantón el 30 de octubre, informa de cómo los jesuitas están tratando también de rescatar a los prisioneros. Incluso en su misiva relata que después de fletar una chapa, que costó trescientos pesos, y pagar doscientos más para su vuélta, el asunto finaliza cuando los mandarines apresan al chino que debía realizar el viaje de rescate.

Todo parece ponerse en contra del P. Adriano y sus compañeros, quienes pasan tantas penalidades que llegan a pedir limosna por las calles pues, como indica el jesuita, hasta los soldados de guardia se han olvidado ya de ellos. Esto le sirve al padre para conocer los alrededores de Panchiuso. La villa de Amptao, de la que dice que es "el pairán o alcaicería de mercadurias e imperio del reino de Chauchiufu" le agrada por su movimiento de gentes y barcos. La de Saitung, sin embargo, le parece menos interesante. En el camino a estas ciudades el Padre ve por vez primera a cazadores del "almizcle" y el pellejo de uno de ellos. Las características del almizclero le interesan tanto que las describe muy detalladamente y dedica un par de ilustraciones a su caza.

Por Navidad llega una embarcación para llevar a los cautivos hasta Cantón. Las muertes del visorey y del tercer mandarín de Chauchiufu parecen acelerar el proceso. El 15 de enero de 1.626 un grupo de sesenta soldados y los prisioneros comienzan el que iba a ser su viaje de vuelta. Desde Chauchiufu a Cantón tardan veintitrés días, puesto que se van deteniendo en las ciudades importantes y, según el padre, el camino es montañoso y deben ir dando rodeos de sur a norte.

"Açoites com cana."

CORTES, Adriano de las, Viaje de la China, ed., introd. y notas de Beatriz Moncó Rebollo, Madrid, Alianza, 1991 (Alianza Universidad, Ciencias Sociales, 672), p. 176.

Con un cierto detenimiento el Padre observa las embarcaciones y lo que podríamos denominar "cultura marítima" de China. La vida de los ríos le llama la atención así como. lo que llama "pesca con cuervos marinos", refiriéndose a la pesca con cormoranes. Realmente el Padre Adriano disfruta con el viaje: la gente, los puentes, los poblados, le resultan muy satisfactorios aunque sobre las ciudades anota cómo "ninguna dellas, ni la misma Fuchiu, me pareció que llegaban en grandeza ni lindeza a la ciudad de Chauchiufu" (F-126). Sin embargo la descripción de Cantón parece matizar esta opinión. Cuando el 26 de febrero llega a ella, a inmensidad es su más clara característica. Para poder describirla el Padre la divide en "cuatro grandes ciudades". Una, la Cantón marítima, la constituyen quienes viten en y del río. Otra está formada por los arrabales y en ella habitan las clases sociales más bajas. La tercera es la que se sitúa "dentro del primer muro" y que denominan "ciudad nueva". Al contrario "la ciudad vieja" es la que está dentro del segundo muro y habitada por los principales y mandarines. Sus habitantes son tan numerosos (al Padre le dicén que unos quinientos mil) que escribe: "sean los que fueren yo jamás ví, ni espero ver fuera de China, tanta gente" (F-127vto.).

El Padre de las Cortes dedica un capítulo a especificar los edificios de China, dividiéndolos en casas de mandarines o chinos ricos, pagodes, casas de chinos de clase media y "de gente pobre". La descripción del sacerdote es, como siempre, muy minuciosa e incluso en las ilustraciones añade algunos planos en los que se puede comprobar las plantas de los edifícios reseñados. Asímismo, en este capítulo añade, aunque muy generalmente, algunas notas comunes a las ciudades chinas: su multitud de calles, los arcos de piedra (que tanto admiró en Chauchiufu y Toyo), los muros que las rodean, las almenas y finalmente los arrabales llenos de mercerias, tiendas, ruido y color.

En Cantón se entrevistan varias veces con el Anchacu ("según los portugueses le llamaban, y a quien toca todo lo criminal de la provincia") quien vuelve a reiterar, una vez y otra, las mismas preguntas de los mandarines anteriores y comprueba, finalmente, cómo la plata ha desaparecido a manos de estos funcionarios; de hecho, manda apresar al mandarín de Chingaiso.

Resuelto por fin el problema, navegan hasta la ciudad de Macao, a la que llegan el 21 de febrero de 1.626. Allí se les recibe con inmensa alegría y gracias a los cuidados que les dispensan van recuperando las fuerzas perdidas. El 30 de abril parten tres galeotas rumbo a Luzón acompañadas de otros pequeños barcos. Antes de llegar una recia tormenta acaba con una de las galeotas (la Almiranta) y les hace perder unos quinientos mil pesos en mercancías y muchas vidas de "mercaderes y gente de consideración".

Por fín, el 20 de mayo, el Padre Adriano de las Cortes pisa tierra filipina, dejando tras él dolores y penalidades pero, también, una experiencia que con el tiempo transformaría en un excelente documento sobre la cultura china.

NOTAS

1 Veáse CORTES, Adriano de las, Viaje de la China, edición, introducción y notas de Beatriz Moncó Rebollo, Madrid, Alianza, 1.991.

2 El P. Adriano españoliza los nombres chinos. Muchos de ellos los termina en "so" (Panchiuso, Chingaiso, por ejemplo) lo que podría representar la terminación "hsien" que indicaría la localización de distrito. Tal vez estos lugares fuesen puestos militares señalados por la partícula "so" al final del nombre, igual que se hacía con su comandante.

3 El manuscrito utilizado se halla en la biblioteca del British Museum, en la Collection of Manuscript in the Spanish Language, y catalogado como original. Me fue cedido por el profesor Lisón Tolosana. Las palabras entrecomilladas son citas literales; entre paréntesis se señalan los folios a que pertenecen.

4 El Padre Adriano españoliza también los nombres portugueses y los termina en "z".

5 Me refiero concretamente al capitán Miguel de Loarca, cuyo manuscrito de viaje estoy transcribiendo en la actualidad. En la misma línea se sitúan los Padres Rada y Mendoza, quienes tampoco comparten la opinión del P. Adriano de las Cortes.

* Professora na Universidade Complutense de Madrid.

desde a p. 54
até a p.